Las visitas de mamá
Da igual lo limpia que esté tu casa cuando tu madre te visita. Ya sabéis que conviene dedicarle un rato a arreglarla antes (NORMA Nº1 del Decálogo del Emancipado), pero es inútil. Hay una fuerza sobrenatural, no se sabe aún si presente en el ambiente o en ellas mismas, que les impide estarse quietas. Da igual que te hayan prometido, diez minutos antes, que no iban a tocar nada…
Casi todas son iguales. Van comprobando con su dedo inquisidor el polvo que tienen los muebles, pasan un trapo por encima, se ponen a fregar los vasos, estiran un poco las sábanas… Un repaso completo en cuestión de media hora. Y todo a cambio de un simple café.
La situación les desborda. Se sientan en el sofá y en cinco minutos están colocando los cojines y buscando manchas, les pones un vaso con agua y lo miran a contraluz para ver si está limpio, por no hablar de su manía por cambiar las cosas de lugar: las chanclas que dejas junto a la cama se esfuman y los productos de la cocina parecen estar jugando al escondite.
Los padres suelen ser más pasotas. Normalmente, no van a mover ni un dedo para limpiar tu casa (bastante tienen con la suya, te dirán), pero no desaprovecharán la ocasión para soltar alguna frase lapidaria que acabe por hundir tu autoestima: “Parece que la televisión ha perdido color desde la última vez, no sé si se habrá soltado un cable o es que no has limpiado el polvo”. Y el capullo lo sabe… Es cosa del polvo.